Deseaba derribar los muros con los que él protegía su corazón… e iba a hacerlo beso a beso.
Josie estaba emocionada con que sus hermanos le hubieran organizado unas vacaciones… sin duda las necesitaba. El problema era que no se trataba del lugar animado que ella habría esperado, sino de una cabaña aislada en un idílico paraje australiano.
El único vecino que tenía en kilómetros a la redonda era el taciturno, aunque muy atractivo, Kent Black quien, después de una tragedia familiar, había decidido apartarse del mundo. Josie no podía evitar sentir curiosidad por aquel hombre solitario cuyo corazón deseaba conquistar…
Resumen...
Josie Peterson se inclinó un poco para asomar la cabeza por la ventana entreabierta antes de llamar de nuevo a la puerta. Josie suspiró. Estaba cansada del gris. Casi podía sentir el gris como un peso sobre sus hombros.
Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y miró a su alrededor.
Si pudiera encontrar a esa persona…
O personas. Comenzó a rezar para que fueran personas. Josie tuvo que contener el absurdo deseo de llorar.
¿Cómo se les había ocurrido a Marty y Frank enviarla allí?
Josie se tapó la cara con las manos. Ella no quería la clase de paz y tranquilidad que dejaba a una persona sin cobertura en el móvil. Ella quería gente. Le gustaría tumbarse, cerrar los ojos y oír risas.
Quería ver a gente riendo y viviendo. Muy bien, no eran precisamente los hermanos más cariñosos del mundo, pero pagarle unas vacaciones había estado muy bien. Miles de personas matarían por pasar un mes en el precioso valle Upper Hunter, en Nueva Gales del Sur, sin nada que hacer. Josie miró alrededor, soñadora.
Ojalá todas esas personas estuvieran allí en ese momento. Quitándose el polvo de las manos, se levantó. Se preguntó entonces qué tipo de personas vivirían en aquel sitio. Con un poco de suerte, la clase de personas que tomaban a un alma solitaria bajo su ala para presentarle a todo el mundo.
Josie podría llevar las pastas. Impaciente, movió los hombros y respiró profundamente el aire fresco. Aquél no era su sitio, pensó. Deseando ver una cara amiga, Josie dio la vuelta a la casa.
La verja estaba pintada de blanco, a juego con la casa, con el obligatorio tendedero en medio del jardín. Josie miró los vaqueros gastados, la camisa de cuadros y los calzoncillos que colgaban de la cuerda y decidió que su propietario debía de ser un hombre joven. Pero la salud de su vecina, la señora Pengilly, hizo que se marchara con un peso en el corazón. Josie se mordió los labios.
No había ningún cartel de Cuidado con el perro. Su corazón se encogió tanto bajo sus costillas que pensó que iba a desmayarse del susto. El perro lanzó un gruñido como respuesta. El perro dio un paso adelante.
Le latía el corazón con tanta fuerza que le hacía daño. No quería apartar la mirada del perro, que bajó la cabeza y volvió a lanzar un gruñido, mostrándole los dientes. El perro seguía inmóvil. Josie empezó a correr y se subió al tendedero.
Josie se puso a llorar. El perro se colocó debajo de ella y siguió gruñendo. Y Josie siguió llorando.
El perro volvió a gruñir de forma amenazadora.
El hombre se puso las manos en las caderas. Bonitas y delgadas caderas, se fijó Josie. El brillo de sus ojos no tenía calor alguno. No era la clase de hombre que tomaría a un alma solitaria bajo su ala.
Soy Kent Black. No le ofreció su mano, aunque habría sido difícil estrecharla estando agarrada al tendedero. En otra persona la pregunta podría haber sonado comprensiva, pero no en Kent Black. No sólo estoy perdida aquí, en el fin del mundo, sino colgando de un tendedero.
Josie cerró los ojos y bajó la cabeza. Cuando abrió los ojos encontró a Kent Black mirándola como si fuera una loca. Aquel hombre no tenía la clase de cara que invitaba a una disculpa. Él se quedó mirándola fijamente y Josie se levantó un poco la camiseta.
¿No era evidente?
Josie miró al perro. No era nombre para un perro asesino. Y con Kent Black a su lado, la perra no parecía tan formidable como antes. Cuando Molly se tumbó sobre la hierba, Josie lo entendió.
Si Kent Black le hablase a ella de esa manera, seguramente también se tumbaría. «No seas ridícula», pensó, mientras Kent acariciaba la tripita de la perra. Tenía unas manos grandes, masculinas. Pero incluso desde allí arriba podía ver que eran manos de trabajador, llenas de callos.
Ella miró y vio una cicatriz como la suya en la tripita de Molly. Josie hizo una mueca de horror. Por fin, bajó del tendedero y se puso en cuclillas para tocar a la perrita. Y Molly se echó en ellos como si la conociera de toda la vida.
Kent nunca había visto nada parecido. Molly siempre se escondía de los extraños. Por primera vez en mucho tiempo, Kent se encontró a sí mismo intentando sonreír. Pero luego recordó los gritos de la señorita Peterson y volvió a enfadarse.
No necesitaba una mujer allí, en Eagle's Reach. Una mujer que no sabía cuidar de sí misma. Apostaría sus vacas a que Josephine Peterson siempre había tenido que depender de alguien. Tenía el pelo castaño, los ojos castaños y un cuerpo tan delgado que seguramente no sería capaz de cargar con un haz de leña.
Pero cuando la sonrisa desapareció, Kent se sintió tontamente culpable. El recuerdo de la cicatriz de Josie hizo que apretase los puños. Lo que no sabía era qué quería Josephine Peterson. Aquél no era su sitio.
Y aquél no era un sitio para uñas de porcelana. Aquél era un sitio duro, difícil. Y no había visto a nadie menos duro y más difícil que Josephine Peterson. Cuando Kent la miró a los ojos, algo parecido al deseo encendió su sangre, recordándole todo aquello a lo que había dado la espalda.
Ahora que estaba tan cerca podía ver unos puntitos dorados en sus preciosos ojos de color chocolate. Fuera cual fuera el color de sus ojos, aquélla no era la clase de mujer que a él le gustaba. Y Josephine Peterson no parecía la clase de chica que tenía aventuras de una noche. Habría estado bien tener a una mujer por aquí para charlar.
Voy a buscar la llave de su cabaña. Kent tuvo que tragarse una palabrota. Sacudiendo la cabeza, desapareció dentro de la casa y volvió unos segundos después con una llave en la mano. Odiaba a la gente de la ciudad.
Aunque Josephine Peterson no parecía muy ilusionada por estar allí. Desde luego, no era la clase de anuncio que atraía a personas como ella. Allí encontrará un sitio más acorde a sus gustos. Luego se quedó callada, como si esperase que él le devolviera el favor diciendo que podía tutearlo, pero Kent no tenía intención de hacerse su amigo.
Se llevarían un disgusto si supieran que me he ido a otro sitio. El instinto le advertía contra aquella mujer. Tímida, sí, pero podía hacer que un hombre se sintiera como un canalla. Ella entró a toda velocidad, como si temiera que retirase la oferta, y Kent se dejó caer sobre los escalones del porche, intentando no escuchar la conversación, intentando no oír cómo le decía a quien fuera que el valle de Gloucester era precioso, que la vista era fabulosa y que la cabaña era genial.
El valle de Gloucester era precioso y la vista desde su cabaña, fabulosa, sí. Pero tenía la impresión de que no diría lo mismo sobre la cabaña. Josephine reapareció unos minutos después, aunque Kent esperaba que hubiese estado hablando por teléfono durante una hora. No, no era un hombre simpático.
Alto, hombros anchos, atlético. Le había dejado usar su teléfono y le había preguntado por la señora Pengilly. Josie trotó para ponerse a su lado, mirándolo por el rabillo del ojo. Quizá no tuviera práctica hablando con la gente.
Josie intentó contener el miedo. A pesar de su duro exterior, Kent Black no era mala persona.
Un monosílabo, pero levantó el peso que empezaba a instalarse sobre sus hombros. Tiene buen corazón. Al llegar a la cabaña tuvo que disimular su decepción. Aquella cabaña era muy básica.
Josie miró alrededor. Y Josie no supo si mirar. Pero cuando asomó la cabeza dejó escapar un suspiro. Kent Black se irguió como si le hubiera dado una bofetada.
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