El nuevo fichaje del magnate
Zoe debía su vida a la Fundación Giannopolous y quería agradecérselo trabajando para ellos. Ni siquiera había tenido que negociar su puesto con el millonario Vasso Giannopolous. Enseguida se había enamorado no solo de la preciosa isla griega en la que trabajaba, sino también del atractivo magnate que vivía en ella.
Vasso había mantenido su corazón a buen recaudo después de la última traición que había sufrido. Pero el coraje de la guapa Zoe le hizo darse cuenta de que había cosas por las que merecía la pena arriesgarlo todo, en especial por llegar hasta el altar.
Resumen...
Nueva York, nueve de agosto
Jovencita, llevas ocho meses sin cáncer. Ya hemos hablado de la esperanza de vida para pacientes como tú, claro que nadie puede predecir el final de nuestra vida. Lo sé, dijo antes de que el médico continuara explicándole las expectativas de vida. La máxima de tomárselo con calma y disfrutar del día a día era el lema del hospital.
El médico del centro le había dejado un libro sobre la enfermedad una vez empezaba a remitir. Estamos convencidos de que de ahora en adelante podrás llevar una vida normal, concluyó.
Eres la inspiración para los demás pacientes del hospital. Voy a devolver cada céntimo, aunque tenga que dedicar lo que me queda de vida a ello. La Fundación Giannopoulos corre con los gastos. Estaba tan agradecida que algún día daría las gracias personalmente a todos los miembros de la familia Giannopoulos.
Al ingresar en el hospital, se había leído toda la información que daban a los pacientes. El primer día que había ido a la capilla del hospital, había visto la placa. Llevaba el nombre de la iglesia de los Santos Apóstoles de Grecia. En recuerdo de Patroklos Giannopoulos y su esposa Irana Manos, que sobrevivieron el brote de malaria en Paxós, a comienzos de los años sesenta.
En recuerdo de su hermano Kristos Manos, que sobrevivió el brote de malaria y emigró a Nueva York para empezar una nueva vida. En recuerdo de Patroklos Giannopoulos, que murió de linfoma. Estoy aquí gracias a la generosidad de la fundación en Nueva York –le recordó el doctor. Fue creada para americanos de origen griego enfermos de linfoma, sin familia y sin medios.
Sí, el padre Debakis, de la iglesia ortodoxa griega de la Sagrada Trinidad, se ha ocupado de todo. Le debo mucho a él y a Iris Themis. Ella pertenece al consejo de la iglesia y puede procurarme un sitio en una casa de acogida hasta que encuentre trabajo y un lugar para vivir. Ya sabes que tienes que hacerte un nuevo chequeo en seis semanas, aquí o en cualquier otro hospital que te venga bien.
Gracias por devolverme la vida. Salió de la consulta y recorrió a toda prisa el pasillo que conducía al centro de convalecientes. Dado que no tenía familia, aquel había sido su hogar durante el último año. Le había dicho que estaba loco por ella, pero si había sido capaz de dejarla en el momento más difícil de su vida, ningún hombre aceptaría su situación.
Aunque había amigos de su familia que solían llamarla a menudo, sus compañeros en el hospital se habían convertido en sus mejores amigos. Una vez en su habitación, se sentó en un lado de la cama y llamó a Iris. Quedaron en encontrarse en la entrada del centro de convalecientes media hora más tarde. Iris y el sacerdote tenían ganado un sitio en el cielo.
Lo que quería hacer era trabajar en la Fundación Giannopoulos, si eso era posible. Para ello, iba a tener que ponerse en contacto con Alexandra Kallistos, la mujer que dirigía el centro y con la que era difícil congeniar. Era una mujer distante. Se habían cruzado en el vestíbulo un rato antes, y la señorita Kallistos ni siquiera había reparado en ella.
Pero el psicólogo había insistido en que se quedara allí un poco más, ya que no teniendo padres, necesitaba más tiempo para recuperarse mentalmente. La señorita Kallistos tenía un despacho en el hospital y estaba al mando. Alexandra era una atractiva mujer de ojos marrones, soltera, de origen griego y de poco más de treinta años. Si surgía algún problema, siempre podía recurrir al padre Debakis para que intermediara.
Atenas, diez de agosto
Vasso Giannopoulos estaba trabajando en el edificio Giannopoulos del que era dueño junto con Akis, su hermano menor recién casado.
Tengo en línea a la señorita Kallistos, de Nueva York. Llama desde el hospital y quiere hablar contigo o con tu hermano. El hospital Giannopoulos y el centro para convalecientes estaban en Astoria. Soy Vasso.
Siento molestarte, Vasso, quería hablar contigo antes de que tomaras el avión. Todo el mundo sabe que tú y tu hermano fundasteis el centro griego-americano Giannopoulos de lucha contra el linfoma. Esta es la cuarta vez que una de las principales cadenas de televisión se pone en contacto conmigo para rodar un documental sobre vuestra vida. El director de la cadena quiere enviar un equipo al centro para entrevistar a algunos de los empleados y, por supuesto, a vosotros.
Vasso no tuvo ni que pararse a pensar. Dile a ese hombre que no estamos interesados. Nada más colgar, Akis apareció en su despacho. Acaba de llamar Alexandra.
Una de las cadenas de televisión de Nueva York quiere hacer un documental sobre nosotros. ¿Otra vez? dijo Akis sacudiendo la cabeza. Luego, iré al hospital a revisar la contabilidad.
Una pregunta antes de que te vayas, dijo Akis mirándolo con curiosidad. Aunque Vasso apenas había salido unas cuantas veces con Maris, ya sabía que tenía que terminar con ella. El comentario de Akis había tocado su fibra sensible. Ahora que Akis se había casado, Vasso sentía un vacío que nunca antes había sentido.
Nueva York, doce de agosto
He recorrido el hospital y el centro de convalecientes. Mis felicitaciones por dirigir con tanta eficacia este centro del que estamos tan orgullosos. Le dije que no tenía ni la formación ni la experiencia necesaria para la clase de trabajo que hacemos en el centro. Más tarde, me llamó el padre Debakis, de la iglesia de la Sagrada Trinidad de aquí de Astoria.
Conoce a esta mujer y dice que es una persona muy capaz. Alexandra susurró gracias y se fue. Vasso marcó el número que le había dejado, pidió hablar con el padre Debakis y se sentó. Es un honor hablar con usted, señor Giannopoulos.
Me alegro de que la señorita Kallistos le haya dado mi mensaje. Vasso sonrió. Conozco a una joven de veinticuatro años, griega americana, que quiere trabajar para su fundación. Se llama Zoe Zachos y es de aquí de Queens, prosiguió el religioso.
Sé que la señorita Kallistos tiene sus reservas. Diez meses antes, Vasso y Akis habían viajado hasta Nueva York para buscar una nueva directora después de que la anterior tuviera que dejar su cargo por un problema de salud. Alexandra había presentado buenas referencias y había sido la candidata más cualificada debido a su experiencia en la administración y gestión de hospitales. Akis, que llevaba ocupándose de los negocios junto a Vasso desde su juventud, había vuelto a Nueva York cinco meses más tarde para comprobar que todo fuera bien.
Debía de tener una buena razón para no aceptar la solicitud de empleo de la otra mujer. Mucho, respondió el sacerdote, sorprendiendo a Vasso con su contundencia. Ese no es nuestro procedimiento habitual, replicó Vasso, echándose hacia delante.
Vasso sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Después de la respuesta del sacerdote, se sentía incapaz de negarle nada.
El sacerdote colgó mientras Vasso permanecía perplejo con el auricular en la mano. Cuando Alexandra regresó, le dijo que todo parecía estar en orden y escuchó algunas de sus sugerencias con respecto a la gestión del hospital. Debe de ser Zoe Zachos, dijo Vasso volviéndose hacia Alexandra. Pasa, Zoe, dijo a la mujer rubia antes de dejarlos a solas.
Eso significaba que Alexandra la conocía. Lo único que Vasso sabía de aquella mujer era que tenía veinticuatro años. ¿Señor Giannopoulos? dijo sin apenas aliento. Soy Zoe Zachos.
Todavía no puedo creer que el padre Debakis haya hecho posible este encuentro, añadió y una sonrisa asomó en su bonito rostro. Al tender la mano para saludarlo, Vasso vio una gratitud tan sincera, que algo en su interior se conmovió. Por favor, señorita Zachos, siéntese. La esbelta mujer se sentó frente a él.
Supongo que ya sabe que me gustaría trabajar en su fundación. Sí, ya me lo ha dicho el padre Debakis. Pero según el padre Debakis, sí. ¿No se lo ha dicho el padre? preguntó sorprendida.
Vasso estaba de acuerdo. Había conseguido que Vasso accediera a aquella inusual entrevista.
Zoe Zachos ya estaba allí como paciente cuando habían contratado a Alexandra. Hacía meses que se conocían. No encontraba motivos que explicaran que Alexandra hubiera rechazado la petición de Zoe. Y todo gracias a su familia.
Su fundación me ha devuelto literalmente la vida. La emoción de su voz resonó en la cabeza de Vasso y tuvo que aclararse la voz antes de hablar. Escuchar su testimonio me resulta muy gratificante, señorita Zachos. Pero me encantaría trabajar para usted el resto de mi vida.
Soy buena cocinera y podría trabajar en la cocina del hospital o en la lavandería o ayudando a los enfermos. El problema es que la señorita Kallistos le dijo al padre Debakis que sin título universitario ni experiencia, no tenía sentido hacerme una entrevista. El padre Debakis y yo nos reímos mucho con eso. Vasso estaba empezando a enfadarse, pero no con Alexandra sino consigo mismo y con su hermano Akis.
Teniendo en cuenta que Zoe había sido una paciente durante tanto tiempo, Alexandra debería haberse mostrado un poco más comprensiva. Ya veo que tiene un buen defensor en el padre Debakis. Mis padres tenían un restaurante griego aquí en Astoria, cerca de la iglesia de la Sagrada Trinidad y vivíamos en un apartamento justo encima. El padre Debakis prestaba sus servicios allí cuando era niña y siempre tuvo muchas relaciones con mi familia.
Cuando recobré el sentido, estaba en la sala de urgencias del hospital. El padre Debakis fue la primera persona a la que vi cuando me desperté. Vasso la vio estremecerse y se despertó en él un instinto protector que no sentía desde que Akis y él perdieran a su padre. Aunque Akis era once meses menos que él, la muerte de su padre le había obligado a cuidar de su hermano pequeño.
Estaba convencida de que mi vida había llegado a su fin. Él, junto con Iris Themis, una de las mujeres de la iglesia, impidieron que me diera por vencida. Vasso se levantó de su asiento, incapaz de permanecer sentado. El padre Debakis le había dicho que era una joven muy especial.
Cuando el padre de Vasso había muerto debido a la enfermedad, el mundo en el que Akis y él habían crecido, cambió por completo. Adoraban a su padre, un hombre muy pobre que no había podido costearse el tratamiento médico necesario. Vasso observó cómo la mujer volvía a cruzarse de piernas. –Mientras estaba en el hospital, conocí a un especialista que me explicó que mi seguro solo cubría una parte del tratamiento.
Estaba al borde de un abismo cuando el padre Debakis e Iris fueron a buscarme y me trajeron aquí. Me contaron que el centro prestaba ayuda a americanos de origen griego con linfoma, que carecieran de ingresos para cubrir los gastos. Levantó la vista y Vasso reparó en que unas lágrimas surcaban sus mejillas. En aquel momento, conocí la generosidad de la familia Giannopoulos.
Mientras tenga vida, quiero devolver lo que su fundación ha hecho por mí. Sería un honor trabajar para usted y su familia. La historia de Zoe Zachos había conmovido a Vasso.
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