Las exigencias matrimoniales del magnate griego.
El apuesto millonario Demos Atrikes quiere una esposa sin emociones, sin complicaciones, alguien que haga su vida más cómoda…
Al conocer a la hermosa e intrigante Althea Paranoussis, decide que tiene que ser su esposa. Aunque él piensa que es frívola, cree que será la esposa perfecta… y comienzan los preparativos para la boda.
La química entre ellos es abrumadora, pero una vez casados, Demos descubre la dolorosa verdad sobre la infancia de su mujer. Althea necesita de él más de lo que había pensado ofrecerle….
Resumen...
Demos Atrikes, apoyado en la pared, observaba la abarrotada pista de baile y a la gente que se sacudía al ritmo de la música. Y a él le dolía la cabeza. Sólo había ido allí esa noche porque la chica del cumpleaños resultaba ser la hija de uno de sus clientes, un analista financiero que le había encargado un yate de doce millones de euros. Demos se tomó de un trago el resto de su copa y miró alrededor por última vez.
Estaba en la pista, bailando con un tipo que llevaba una camisa de seda rosa medio desabrochada. Ella, por su parte, llevaba un escotado vestido de color plata que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, dejando al descubierto la mitad de sus muslos y muy poco a la imaginación. El hombre que bailaba con ella la tomó por las caderas en un gesto tan descaradamente sensual que Demos tuvo que apretar los labios, disgustado, aunque a los treinta y dos años no era ni ingenuo ni mojigato. Pero sus ojos brillaron de interés y curiosidad, verdadero interés y verdadera curiosidad, al ver que la morena se apartaba.
Luego la joven se encogió de hombros, como aceptando el juego, y echó la melena oscura hacia atrás en un gesto a la vez valiente y desafiante. Demos observó, intrigado, que el tipo de la horrible camisa rosa la seguía. Pero con una sonrisa coqueta, que era a la vez una promesa y un rechazo, ella negó con la cabeza y desapareció entre la gente. Medía metro noventa y cuatro, de modo que su cabeza sobresalía por encima de todas las demás.
Una tarea que había llevado sobre sus hombros sin la menor queja durante veinte años. Como si se hubiera percatado de la observación, ella giró la cabeza entonces y, durante un segundo, pareció sorprendida, atónita incluso. Pero esos labios jugosos se abrieron enseguida en una sonrisa y, con deliberada provocación, cruzó las piernas. Y Demos sonrió, sentándose a su lado en el sofá.
La chica lo miró con descaro, desde la sombra de barba al nudo suelto de la corbata, su sonrisa haciéndolo sudar. El había disfrutado de muchas aventuras de una noche, una atracción física instantánea que había sido saciada y finalizada en cuestión de un momento. Ella negó con la cabeza y, al hacerlo, la melena oscura rozó su mejilla. Aquella chica era diferente a las niñas mimadas de la alta sociedad, a las vacías modelos.
Aquella chica no. Las tiras que sujetaban su vestido habían caído hacia un lado y Demos alargó una mano para volver a colocarlas en su sitio. Demos apartó la mano. La chica sonrió de nuevo, ofreciéndole una copa vacía.
Althea Paranoussis le ofreció la copa vacía y él se quedó mirándola un momento, sus ojos del color del humo oscureciéndose hasta parecer negros como el carbón. Unos ojos duros, pensó. Y no le gustaba la fría observación que había en ellos, ni cómo le quitó la copa rozando descaradamente sus dedos. Ella nombró el cóctel que quería, sacudiendo la melena en un movimiento seguramente perfeccionado con los años.
Demos se levantó del sofá y Althea lo observó mientras se abría paso entre la gente para llegar a la barra, preguntándose si debía desaparecer. Él volvió enseguida con el cóctel en la mano, un cóctel de color rosa tan femenino que resultaba incongruente en la mano de aquel hombre tan grande. Me llamo Demos Atrikes. Demos Atrikes.
Althea lo miró de cerca, fijándose en los puntitos dorados que había en sus pupilas grises. Era un hombre rico, lo sabía. Un hombre rico y aburrido que había salido a buscar diversión. Sonriendo con cierta burla, Althea se apoyó en el respaldo del sofá.
Podemos tomar una copa en algún café, charlar un rato. Althea levantó una ceja, incrédula. Althea sabía que no debería. Ella no se relacionaba con hombres como Demos Atrikes.
Cuando él alargó una mano, grande, morena y masculina, se preguntó cómo sería apretando la suya. Althea se levantó del sofá mientras una vocecita le recordaba que ella nunca hacía eso. Sólo era un hombre, otro hombre más. Por la noche, y aun en primavera, en Atenas hacía fresco.
Cuando los largos dedos del hombre se cerraron sobre los suyos sintió un escalofrío, como una flecha que le llegaba directamente al corazón. Althea intentó apartarse, pero Demos no la dejó. Pero por el rabillo del ojo vio una camisa rosa y se le encogió el estómago cuando Angelos Fotopoulos se acercó con una desagradable sonrisa en los labios. Angelos había llegado a su lado.
Iba a tomarla del brazo, pero no llegó a tocarla porque Demos lo detuvo con mano férrea. Pero Demos le sacaba una cabeza y era mayor que él, que aún tenía espinillas en la cara. Sí, me voy, Angelos. El chico se encogió de hombros.
Demos alargó una mano para agarrarlo del cuello. Demos esperó unos segundos, viendo cómo el rostro de Angelos cambiaba de color, y por fin lo soltó. Le puso un brazo sobre los hombros para llevarla hacia la salida, la gente apartándose a su paso, y en unos segundos estaban en la puerta de la discoteca, poco más que un callejón en la zona de Psiri. Aunque aquél era un barrio de clase trabajadora, con fábricas y tiendas pequeñas, por la noche los bares y las tabernas sacaban terrazas a la calle y habían abierto allí las mejores discotecas.
El escotado vestido le había parecido apropiado en la discoteca. Allí, en la calle, de noche, le parecía ridículo y peligroso. Le había parecido interesante en la discoteca, incluso emocionante, pero estando a solas con él empezaba a sentir miedo. Althea respiró profundamente.
Tenía por norma no llegar nunca tan lejos con un hombre. Demos la llevó a través de un laberinto de callejones hasta que no tenía ni idea de cómo volver a la discoteca o encontrar un taxi. Pero no protestó cuando él le dio la mano. No debería enredar los dedos con los suyos como si no quisiera soltarlo.
El propietario, un hombre alto con un traje de tres piezas y un delantal, les dio la bienvenida. Althea, sorprendida por la seguridad con la que se movía por la discoteca, por no hablar de cómo había tratado a Angelos, esperaba que fuese la clase de hombre que sólo iba a hoteles de cinco estrellas, no a polvorientas tabernas en Psiri. Andreolos los llevó a una mesa en una esquina, les entregó la carta y fue a buscar una botella de vino mientras ella se envolvía en el chal. En la intimidad de la taberna, con sus rodillas rozándose bajo la mesa, Althea se tomó un momento para estudiar al hombre cuyo interés parecía haber capturado.
No podía permitirse recuerdos como ése por muy atractivo que fuera Demos Atrikes. Tenía el pelo oscuro, un poco más largo de lo habitual en un hombre que llevaba traje de chaqueta, apartado arrogantemente de la cara. Sus ojos eran de un gris casi plateado, duros como el acero, y la nariz hubiera sido perfecta si no estuviera ligeramente aplastada en el centro, como si se la hubiera roto en el pasado. Después, Demos levantó su copa para brindar, el líquido color rubí brillando a la luz de la lámpara.
Althea sonrió, traviesa. Podría averiguar su nombre preguntando a cualquiera en la discoteca. Althea soltó una carcajada de incredulidad. Demos rió al darse cuenta de que no podía ser condescendiente con aquella chica.
Demos se encogió de hombros. Ah, pensó Althea, no era otro niño rico esperando gastarse la herencia de su padre. Era un hombre que ganaba su propio dinero. La gente guapa nunca tenía problemas.
La gente guapa siempre era feliz. Althea quería apartar la mirada, quería esconderse. Odiaba sentirse examinada pero, por alguna razón, Demos no parecía un hombre intentando encontrar respuestas. Y Althea jugaba con su copa, nerviosa.
Demos dejó su copa sobre la mesa con tal fuerza que parte del vino cayó sobre el mantel. Ella se encogió de hombros. Ningún problema, pensó Althea, porque él no tenía la menor intención de casarse. Althea cerró los ojos un momento, sintiendo un repentino cansancio.
Estaba tan cansada de hombres como Demos. Tan cansada de ser la que nunca decía que no a una fiesta, a una copa más. Ir a bailar a una discoteca, todo eso era seguro. Decidida, se apartó la melena de la cara.
Un par de hombres con grasientos delantales la miraron cuando pasó por la cocina, pero siguieron trabajando sin decir nada y Althea esperó un poco antes de abrir una puerta que parecía dar a la calle. Mientras esperaba, por un segundo, imaginó que volvía a la mesa. Sonriendo burlonamente, Althea abrió la puerta por fin. Pero no había otra puerta.
Althea miró alrededor. Demos estaba en la puerta, con una sonrisa irónica en los labios, los ojos brillantes en la oscuridad. Parecía divertido más que molesto, pero Althea intuyó una emoción mucho más oscura, más profunda. Luego, empujada por un deseo que no podía comprender, se puso de puntillas para rozar los labios masculinos en un beso de despedida.
Demos se quedó inmóvil, con las manos sobre sus hombros. Como Althea no podía negarlo sus labios permanecieron cerrados. Tú me deseas, Elpis. Nunca había deseado a ningún hombre y no desearía a aquel arrogante.
Los labios de Demos la rozaron durante un segundo, el tiempo suficiente como para que Althea abriera los suyos en una instintiva invitación, aunque su cerebro gritaba que se apartase. Althea, sorprendida y un poco frustrada, asintió sin decir una palabra. Una vez en la calle, Demos paró un taxi y ella subió sin decir nada. Pero enseguida sintió algo pesado sobre los hombros y levantó la mirada, sorprendida.
En cuanto cerró la puerta, el taxi arrancó a toda velocidad. Mientras veía desaparecer el taxi por la esquina, Demos se preguntó dónde iría, quién sería aquella chica. Se sentía tan intrigado por su espíritu y su personalidad como por la profundidad que había en sus ojos. Y tenía la impresión de que tampoco se iba con cualquiera, como Angelos le había dicho.
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