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🎧 AudioQuin ✅ Siempre A Mi Lado

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Cuando el doctor Oliver Fforde se presentó en la casa de huéspedes de Amabel durante aquella tormenta invernal, a ella le causó una tremenda impresión…, porque no esperaba volver a verlo. Pero lo más sorprendente era el modo en el que Oliver parecía aparecer siempre que Amabel tenía un problema.
Con un hombre tan atento y caballeroso resultaba muy difícil intentar ser una mujer independiente. Pero Amabel tenía una enorme duda: ¿sería aquella sincera amistad una buena base para el matrimonio?


Resumen...

Se cernía una tormenta: el cielo azul de la tarde veraniega desaparecía poco a poco tras negros nubarrones, claro anuncio de lluvia sobre la placida campiña de Dorset. 
Era una joven no muy alta de agradables curvas, y si bien su rostro no era bonito, tenía unos hermosos ojos castaños. Llevaba el cabello, de color cobrizo, recogido en un moño alborotado en la coronilla y un vestido de algodón bastante usado.
Avivó el fuego de la cocina de leña, puso el agua a hervir y dirigió luego su atención al viejo perro y al gato, lleno de cicatrices de guerra, que esperaban pacientemente su comida. Hizo el té y se sentó a beberlo mientras los primeros goterones comenzaban a caer.

Se sentó a la mesa y el perro se tumbó a su lado. El gato le saltó al regazo. Cuando la bombilla titiló, encendió una vela antes de que la luz se apagase del todo. Retumbó otro trueno y en el silencio que lo siguió se oyó el timbre de la puerta, tan inesperado que ella se quedó sentada un momento, sin poder dar crédito. Pero cuando el timbre volvió a sonar, la joven se apresuró a dirigirse a la puerta con el farol en la mano.
Había un hombre en el porche. La joven levantó el quinqué alto para poder verlo bien. Era muy alto, le sacaba más de una cabeza.

He visto el cartel. ¿Nos puede alojar esta noche? No quiero seguir conduciendo con esta tormenta.
Hablaba pausadamente y parecía sincero.
¿Cuántos son?
Mi madre y yo.
Adelante, quitando la cadena para abrir la puerta. 
El asintió con la cabeza y volvió al coche para ayudar a su madre a bajarse.
Vuelva a entrar por la puerta de la cocina, dijo la joven, guiándolos hasta el recibidor. Enseguida le abro. Al salir del granero, es la puerta que verá cruzando el patio.

El hombre volvió a asentir con la cabeza y salió. Un hombre de pocas palabras, supuso ella. Se dio la vuelta para mirar a su segundo huésped. Era una mujer alta y guapa de cerca de sesenta años, que vestía con discreta elegancia.
¿Quiere ver su habitación? ¿Y desearían algo de comer? Ya es tarde para ponerse a cocinar, pero les puedo hacer una tortilla francesa o huevos revueltos con beicon.
Soy la señora Fforde, se presentó la señora, extendiendo la mano, con dos efes. Mi hijo es médico. Me llevaba al otro lado de Glastonbury, pero se ha hecho imposible conducir con estas condiciones. Su cartel fue como un regalo del cielo, tenía que levantar la voz para que se la oyese por encima del ruido de la tormenta.
Yo soy Amabel Parsons, dijo la joven, estrechándole la mano. Siento que tuviesen un viaje tan desagradable. Iré a abrir la puerta de la cocina, y corrió a la cocina a tiempo para abrirle al doctor.
¿Las llevo arriba?, preguntó este, refiriéndose a las dos maletas que portaba.
Sí, por favor, dijo Amabel. Le preguntaré a la señora Fforde si quiere subir a su habitación ahora. ¿Querrán algo de comer?
Desde luego que sí. Es decir, si no resulta demasiado trastorno. 

Se levantó temprano, pero también lo hizo el doctor Fforde, que aceptó el té que ella le ofreció antes de salir y dar una vuelta por el patio y el huerto acompañado por Cyril. Al rato volvió y se quedó en el vano de la puerta de la cocina mirándola preparar el desayuno.
No me gusta comer solo. Si pone lo de mi madre en una bandeja, se la subiré en un momento.
Era un hombre afable. Le preparó la bandeja y cuando él volvió a bajar y se sentó ante la mesa de la cocina, le puso delante un plato de beicon, huevos y champiñones, añadiendo luego las tostadas y la mermelada antes de servir el té.
Siéntese y tome usted también su desayuno, invitó el doctor, y cuénteme por qué vive aquí sola.
Amabel se sirvió una taza de té, pero dijese lo que dijese, no iba a desayunar con él... El médico le pasó la tostada.
Coma y dígame por qué vive sola.
¡Pero bueno...!, dijo Amabel, pero luego, al encontrarse con su mirada amable, añadió: Es solo por un mes. Mi madre se ha ido a Canadá a acompañar a mi hermana mayor, que acaba de tener un bebé. Era un momento magnífico para que fuera, ¿sabe? En verano tenemos muchos huéspedes, así que no estoy sola. Es diferente en el invierno, por supuesto.

Una hora después se habían ido en el Rolls Royce azul oscuro. Amabel se quedó en la puerta, mirándolo desaparecer tras la curva. Había sido providencial que apareciesen en mitad de la tormenta: la habían mantenido ocupada y no había tenido tiempo de tener miedo. No le habían causado ninguna molestia y el dinero le vendría bien.

Volvía a ser una mañana hermosa y se sentía alegre, a pesar de la desilusión del retraso de su madre en regresar a casa. No le estaba yendo tan mal con la casa de huéspedes, y los ahorros iban creciendo. Había que pensar en los meses de invierno.

No oyó el motor del silencioso Rolls Royce. El doctor Fforde se bajó y contempló la casa. Se la quedó mirando un momento, preguntándose por qué había querido volver a verla. Era verdad que le había resultado interesante, tan pequeña, sencilla y valiente, obviamente aterrorizada por la tormenta y a merced de cualquier indeseable que se le ocurriese aparecer por allí. ¿No tendría algún pariente que pudiese acompañarla?

Así que él se sentó en el huerto masticando una manzana con Oscar en el regazo, consciente de que sus motivos para sentarse allí eran ver qué tipo de clientes aparecían, con la esperanza de que antes de irse hubiese llegado un matrimonio respetable decidido a pasar la noche.
Sus deseos se hicieron realidad y no pasó demasiado tiempo antes de que llegase una pareja con su madre, dispuestos a quedarse dos noches. Era absurdo que se sintiese preocupado, pensó. Amabel era perfectamente capaz de cuidarse a sí misma. 

La semana pasó volando y llegó una carta. Amabel tuvo que metérsela en el bolsillo y esperar hasta haberles mostrado sus habitaciones y servido el té a los huespedes.
Era una carta larga y la leyó sin parar hasta el final, y luego la volvió a leer. Se había puesto pálida y bebió su té automáticamente, pero enseguida tomó la carta y la releyó por tercera vez.
Su madre no volvería a casa, al menos no en los próximos meses. Había conocido a alguien y se casarían pronto.
“Eres una niña muy sensata y estoy segura de que estarás disfrutando de tu independencia. Cuando volvamos, probablemente querrás ponerte a trabajar por tu cuenta”.

Amabel se quedó de una pieza, pero se dijo que no tenía motivos para sentir que la tierra se había hundido bajo sus pies.
Se enderezó de golpe al ocurrírsele una idea: las camareras no necesitaban estudios y además, estaban las propinas. Tendría que buscar en una ciudad como Taunton o Yeoville. Tomó la decisión antes de irse a la cama. Ya solo debía esperar a que su madre y su padrastro volviesen a casa. 

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