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🎧 AudioQuin ✅ Promesas Del Ayer

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¿Podrían redimirse con un matrimonio de conveniencia?
Dos años después de la última y desgarradora vez que se habían visto, Ciro Sant’Angelo reapareció de repente en la vida de Lara Templeton para exigirle que cumpliera su promesa de casarse con él. Ciro ya no era el hombre que Lara recordaba, ya que una terrible experiencia le había dejado cicatrices y vuelto despiadado. Sin embargo, la intensa atracción entre ellos no se había extinguido.


Resumen...

LARA Templeton se alegraba de que el delicado velo de encaje negro le oscureciera la vista y le ocultara los ojos secos de las miradas de la multitud congregada alrededor de la tumba. Tal vez sospecharan que no lloraba la muerte de su esposo, el no tan honorable Henry Winterborne, pero no quería darles la satisfacción de que los confirmaran con sus propios ojos.

Lara se estremeció al oír su apellido de casada. El matrimonio había sido una farsa y solo había accedido a casarse porque su tío la había chantajeado para que lo hiciera.
Se inclinó, agarró una pequeña pala que había en el suelo, recogió un poco de tierra y la echó al féretro. Produjo un sonido hueco y, durante unos segundos, pensó absurdamente que su esposo extendería los brazos para agarrarla y llevarla con él. Estuvo a punto de caer dentro de la tumba.
El cura la sujetó para que no perdiera el equilibrio.

El último comentario estuvo a punto de hacer revivir en ella dolorosos recuerdos, pero, durante los dos años anteriores, se había convertido en una experta en despreciar comentarios maliciosos. Al contrario de lo que la gente creía, sentía un enorme alivio por no haber heredado ni un céntimo de la fortuna de Winterborne.
Nunca se hubiera casado con él de no haberse visto en una situación imposible, si su tío no la hubiera traicionado de forma abyecta.

A pesar de todo, no era un monstruo incapaz de sentir cierta emoción por la muerte de su esposo. Pero, sobre todo, se sentía vacía y cansada. Y mancillada por su relación con él.
La pena que sentía era por otra cosa, por algo que le habían arrebatado antes de que tuviera la posibilidad de vivir y respirar.

Se le aceleró el corazón, aunque sabía que no podía ser…
En ese momento, él pareció notar su mirada y subió la ventana separadora para aislarse de ella, que lo vivió como un reproche, lo cual era ridículo. Probablemente, él habría supuesto que deseaba tener intimidad.
De todos modos, la inquietud no la abandonó. Aumentó al darse cuenta de que, aunque iban en la dirección correcta del piso, estaban saliendo de la calle principal para llegar a otra cercana de lujosas viviendas unifamiliares.
Lara llevaba dos años recorriéndola casi a diario. Pero no era su calle. El chófer debía de haberse equivocado.
Cuando el coche se detuvo frente a una de las casas, Lara dio unos golpecitos en el cristal, que descendió con un zumbido mecánico.

Ella se hubiera echado a reír si no estuviera tan aturdida. No era un hombre al que nadie olvidara fácilmente. Alto, musculoso y de anchas espaldas, desprendía carisma y autoridad.
Ella negó lentamente con la cabeza.
¿Qué quieres?
«Quiero lo que es mío», pensó él. Le hervía la sangre.
Lara Templeton estaba allí. Le bastaría estirar la mano para tocarla, después de dos largos años en los que había intentado, sin conseguirlo, borrar su hermoso y traicionero rostro de su mente.
Quítate el sombrero.

Los ojos azules de ella centellearon bajo el velo. Él le veía la mejilla y la boca de labios carnosos, que había deseado besar desde la primera vez que la había contemplado. Un recordatorio sensual de que, por debajo de su fría y elegante apariencia exterior, era puro fuego.
Ella se lo quitó con manos temblorosas.
Y aunque Ciro se había preparado para aquel momento, se quedó sin aliento. No había cambiado en aquellos dos años.

No, gracias, contestó Lara al ofrecimiento del ama de llaves, que se marchó inmediatamente.
A través de los ventanales llegaba el sonido atenuado del tráfico de Londres. El salón estaba decorado en tonos clásicos y de sus paredes colgaban enormes cuadros abstractos que recordaron a Lara cuando Ciro la había llevado a una galería de arte en Florencia.
Compré la casa hace unos meses, pero acaban de terminar de reformarla. Entonces no había estado viviendo allí. La idea la consoló, sin ningún motivo. No sabía si hubiera soportado estar casada con Winterborne sabiendo que Ciro estaba tan cerca.

Le había adivinado el pensamiento. Tal vez ella lo hubiera expresado en voz alta. Le pareció que se hundía en el agua, que había perdido todo el control.
Él enarcó una ceja.
Los asistentes al funeral no han parado de cotillear, pero también tengo contactos que me han contado que Winterborne se lo ha dejado todo a un familiar lejano y que, en cuanto recojas tus cosas, te echarán del piso. Pobre, Lara, estás sin blanca. Deberías haberte quedado conmigo.

A Lara le entraron ganas de vomitar. Recordó a Ciro en la cama del hospital, con la cabeza, medio rostro y los brazos vendados.
Porque me traicionaste, dejó la copa en la bandeja y la miró. Y he venido a cobrarme lo que me debes.
No te debo nada.
«Mentirosa», susurró una voz en su interior.
Claro que sí, Lara. Me abandonaste cuando más te necesitaba dejándome a merced de la prensa, que se dio un festín reviviendo las viejas historias de la relación de mi familia con la Mafia. Además, me quedé sin prometida.
La ira se mezcló con su sentimiento de culpa al recordar los titulares posteriores a la liberación de Ciro y al posterior compromiso de ella con Henry Winterborne.

Solo querías casarte conmigo para aprovecharte de mi relación con una sociedad que se había negado a admitirte.
Ciro no la quería. Había estado con ella, al principio, porque despertaba su curiosidad con su inocencia e ingenuidad; después, por su clase social y su apellido.
En los dos años anteriores, Lara se había dado cuenta de lo refrescante que debió de resultarle alguien como ella a alguien tan harto de todo como él.

Si se hubieran casado, su matrimonio se habría acabado cuando el atractivo de ella se hubiera evaporado y su inocencia lo hubiese desencantado; cuando sus contactos y su apellido hubieran servido para colmar la ambición de él. A Lara no le cabía ninguna duda.
Era evidente que él no iba a perdonarla por haberle arrebatado todo eso. Quería vengarse.
Durante unos segundos, Lara pensó en contarle lo que había sucedido, cómo los acontecimientos habían conspirado para separarlos, que su tío la había manipulado cruelmente. Abrió la boca para hablar, pero recordó las cáusticas palabras de 
Ciro como si se las acabara de decir.
«No te engañes creyendo que sentía algo más por ti de lo que tú sentías por mí, Lara. Te deseaba, sí, pero solo físicamente. Quería estar contigo, sobre todo, porque nuestro matrimonio me habría otorgado un sello de respetabilidad que el dinero no puede comprar».
La voz de Ciro interrumpió sus recuerdos.

Prefiero considerarlo el cobro de una deuda. Dijiste que te casarías conmigo y espero que cumplas tu palabra. Necesito una esposa y no tengo intención de meterme en enredos emocionales cuando tú estás tan a mano.
Es lo más ridículo que he oído en mi vida.
¿En serio? La gente se casa por mucho menos.
Ella lo miró impotente, odiándolo por haber aparecido como un mago y haberle vuelto el mundo del revés y, a la vez, deseando defenderse. Pero había perdido la oportunidad después de decirle que no se casaría con él porque se había prometido con otro hombre, mucho más adecuado.

Lara se estremeció. Sabía que la vida de Ciro no había estado en suspenso desde entonces, ni mucho menos. Desde el secuestro, había triplicado su fortuna y ampliado su empresa Sant’Angelo Holdings, dedicada a la compraventa de inmuebles, para dedicarla también a la construcción de barcos.
Y no se lo veía dos veces con la misma mujer, lo que era toda una hazaña, teniendo en cuenta la frecuencia con que se lo fotografiaba en todos los acontecimientos sociales mundiales.

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